Iba a contemplarla cuando el resplandor del crepúsculo derramaba sus luces sobre ella. Se le antojaba la más hermosa de todas. Podía sentir como le miraba desde su cimbreante altura. Incluso habría jurado que, a veces, le sonreía entre los albores y las sombras, mientras el ocaso irisaba su encendida belleza. Él deseaba recorrer con sus manos aquella armonía de tonos marfileños que parecía derrochar cada día un poco más, pero estaba tan elevada que le resultaba inalcanzable.
Le llegaba su fragancia, que destacaba de entre todos los aromas que surgían del jardín, alentando el ansia de sentir su tacto delicado, casi piel con piel, y sumergirse en una interminable caricia. Permanecía así, abandonado a su ensueño y ante ella, hasta que la luna hacía desaparecer su reflejo entre la frondosa umbría del vergel.
Aquel día amaneció distinto, un viento recio iba sacudiendo las ramas con un terrible silbo de sierpes enfieradas.
Ella fue resistiendo hasta que le vio aparecer, como cada día, por el sendero. Era tan frágil, que acabó por sucumbir a la embestida de la tempestad y comenzó a caer. Entonces, él tendió sus brazos para sujetarla, para recogerla, antes de que la tierra llegase a mancillarla, mientras luchaba con el aire para conseguir darle alcance. En medio del viento, ella, la delicada magnolia, pareció posarse en su regazo con sus albos pétalos abiertos y abandonada, por fin, a todas sus caricias. Allí, entre sus brazos, exhaló su aroma más intenso, mientras parecía palpitar de pura dicha entre las trémulas manos de aquel hombre que tanto amor le había estado dedicando en la distancia. Aún ignoraba que, desgajada de la rama en la que había nacido, estaba dejando allí su último hálito de vida... Y que su destino era, tan sólo, dejar un soplo de perfume y un efímero sueño entre las manos de aquel jardinero que tanto amor le daba...
No hay comentarios:
Publicar un comentario